El periodista y actor Jordi Évole hizo un ejercicio de combinación de sus dos facetas televisivas, el periodismo y el espectáculo de ficción con su programa sobre el 23F, en el que presentaba como investigación periodística lo que resultó ser una ficción, al puro estilo de Orson Welles y la Guerra de los Mundos. Ello le proporcionó, además de una gran cuota de pantalla, un multiplicador debate en redes sociales, en las que se enfrentaban, como siempre, quienes le defendían, calificando su programa de provocación intelectual, y quienes lo defenestraban, por esa falsedad intencionada. Évole ofrecía su epílogo tuitero dicendo que «si ha servido para que reflexionemos un poquito sobre como filtrar la cantidad de información que recibimos bienvenido sea«.

La intención es, sin duda, encomiable: es importante analizar la información que recibimos y discernir la que es veraz. El modo de lograrlo resulta más discutible. Es como robar un cuadro (y devolverlo después) para demostrar la inseguridad de los museos, y de paso obtener una rentabilidad económica del tiempo que está en posesión de los ladrones en una exhibición temporal.

No obstante, la pregunta que nos hacemos en Comunicación en Salud es qué ocurriría si esa ficción la llevamos al mundo de la salud ¿Es lícito mentir, aunque luego se confiese la mentira, para concienciar sobre la salud? ¿Se está mintiendo para obtener un beneficio económico? En 2011, la organización sin ánimo de lucro Center for Advancing Health realizó una investigación con periodistas de salud en la que se revelaba que muchos de ellos recibían presiones para que los artículos tuvieran conclusiones definitivas, y no se incluyeran coletillas como «requiere más investigación«, «no hay conclusiones definitivas«, o «aún tiene que probarse«.

Existe un dicho en el periodismo, que afortunadamente no suele llevarse a práctica, que dice que «no dejes que la verdad te estropee un buen titular«. En un contexto de crisis, no sólo económica sino también de los medios como modelo de negocio, obtener más cuota de pantalla, más visitas a la web, más suscriptores u oyentes a través de la vía del espectáculo, es una tentación a la que puede resultar difícil resistirse. Mientras ese espectáculo se base en la presentación (vídeos llamativos, interacción, realidad aumentada, etc.) es completamente lícito pero cuando se traspasa la barrera del contenido y se falsea, como en el programa de Évole, se pierde credibilidad, aunque intente justificarse después con argucias como la brevedad del espacio disponible, la mejor comprensión o, como en el caso del periodista-actor, de la necesidad de reflexionar sobre la veracidad de las fuentes.  

En el ámbito de la salud las falsas esperanzas, las generalizaciones, las alarmas sin contrastar ocasionan efectos secundarios sobre muchos pacientes que pueden abandonar su medicación o sufrir una angustia injustificada. Unas veces por intereses espúreos y otras por desconocimiento de los autores de la información, como por ejemplo de la diferencia entre un estudio con animales a un ensayo clínico, lo cierto es que a menudo en Internet la falsedad en salud campa por sus anchas, o al menos la desinformación, también llamada infoxicación. Un estudio realizado en 2012 entre 1.300 páginas con contenidos sobre la seguridad del sueño en niños, encontró que sólo el 43% incluía las recomendaciones de la Academia Americana de Pediatría. Por supuesto, la mayoría de esas webs no estaban redactadas por periodistas especializados en salud.

En este sentido, organizaciones como la Asociación Nacional de Informadores de la Salud (ANIS) defiende desde sus inicios la importancia de la profesionalidad de los informadores de la salud y, más manera más reciente, de que éstos sean periodistas. El periodista especializado en salud tiene una labor importante para hacer llegar a la población, e incluso a los profesionales sanitarios, informaciones interesantes y novedosas de manera atractiva y ágil (más aún en las redes sociales), sin renunciar a la veracidad. No está sólo. En el entorno de la web 2.0, pacientes, profesionales de la salud, autoridades sanitarias y gestores, entre otros, pueden y deben participar en que haya más información de calidad sobre salud en la Red, pero ese equilibrio entre divulgación y veracidad le corresponde al periodista, y no puede sacrificar la segunda en aras de la primera.

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